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con wifi, pero sin enchufes

Vi cómo echaban de un vuelo a un adicto a Instagram porque pedía un enchufe para su móvil

Casi comparto vuelo con un adicto a las redes sociales que temía que el 80% de su batería no fuera suficiente para todo lo que quería compartir con el mundo. El avión tenía wifi, pero no enchufes…

-Con el móvil

Con el móvilPixabay

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Creo que todo aquel que sube a un avión piensa, por lo menos durante un segundo, en lo maravilloso que sería salir vivo del viaje y en cuantas cosas te quedan por hacer en la vida. ¡Dios, no quiero morir! Ese segundo que dedicas a medirte con la muerte, a veces son cinco, tres minutos o hasta ocho horas. Luego piensas en que ojalá el avión sea cómodo y que te den algo de comer. Y ya, si el avión tiene wifi, y enchufes para cargar el móvil… le hacemos la ola.

Eran las 18:00 de la tarde y subí al avión en Nueva York, me esperaban ocho horas de viaje. Mi mochila de mano apenas lograba cerrarse, estaba especialmente diseñada para minimizar a mi hija de siete años durante el vuelo. Llevaba una tablet y un portátil con pelis y juegos (al 100% de batería), plastilinas de tres colores, dos cuadernos, lápices, colores de repuesto, y dos muñecos. Pero ella se quedó dormida nada más subir al avión, aún faltaba mucho para despegar.

Si eres padre de esta generación, sabes que el hecho de que tu hija se quede dormida en el avión implica que tu eres la gadgeto-cama. Todo tu cuerpo está su disposición para sujetarle la cabeza, las piernas, y favorecer una postura ergonómica y lo más placentera posible. Así una hora, tres, o las ocho que dura el vuelo.

Ya en esa posición me alegré de no tener que hacer de animador sociocultural, tan solo sujetar la cabeza y una pierna de alguien que, bien mirado, puede que en el futuro salve al planeta de un ataque alienígena o que acabe siendo la primera mujer presidenta del Gobierno de España. El futuro de la humanidad podría estar en mis manos, aunque sea incómodo.

Y en ese silencio escucho el problema que tiene quien acaba de ocupar el asiento justo delante del mío. Un chico de veintipocos años, pura Generación Z. Él viste muy bien y lleva una gorra rapera parecía no querer quitarse en todo el viaje. Pero no fue eso lo que hizo que el comandante le acabara invitando a abandonar el avión.

Nada más sentarse, el chico comprobó que en el avión no tenía enchufes donde cargar el móvil, y empezó a patalear, en su sitio, a refunfuñar y a clamar al cielo. ¡Ocho horas sin batería! ¡No puede ser! Esto para él era como si todo el Estado del Bienestar que se le había prometido se hubiera resquebrajado, todo su mundo se vino abajo al ver que no había enchufes en el avión.

Nadie más en el avión parecía percatarse del tormento que estaba viviendo este pobre chico. Yo sí me daba cuenta, porque estaba justo detrás, y los botes que el chico daba en el asiento me repercutían en las rodillas, que a su vez yo tenía inusualmente ladeadas para servir de soporte al futuro de la humanidad, a mi hija.

El síndrome de abstinencia del chico fue a más, y habló con una azafata. Le pidió cambiarse a primera, porque necesita disponer de enchufe para cargar el móvil. La azafata se lo negó. Él le ofreció dinero: pagaré, lo que haga falta. Ella le dijo que no era posible por dos razones: porque primera clase estaba lleno, y porque ahí tampoco hay enchufes. El dio un respingo en el asiento, me dolió.

Sí, me dolió porque está feo dar respingos en un avión (es una cuestión de modales), y porque aprisionó un poco más mis piernas, y noté un golpe seco en la rótula mientras él decía ¡8 horas sin batería!

Cuando la azafata se fue, él dijo “tía essstúpida…”. Ella regresó y le preguntó si había dicho algo más. ¿Disculpe, qué ha dicho? Nada, nada. No, dígame señor, ha dicho algo. No, nada, nada. ¿Seguro, hay algo que quiera comentar conmigo…?

Al rato pasaba por ahí un azafato y el chico le preguntó a él. ¿Cómo es que no hay enchufes, yo necesito un enchufe, puedo ir a primera? El azafato respondió a todo negativamente, pero con una sonrisa amable: no hay enchufes en este avión. El chico agitaba su móvil como si fuera una pistola (o un jarabe), y explicaba que esto es inaceptable. ¿Como voy a estar ocho horas sin batería? Coronando una de sus frases con a el apelativo: gilipollas. El azafato se fue.

El chico quedó un rato solo con sus pensamientos y su síndrome de abstinencia. Solo no, conmigo detrás. Desde donde yo podía leer su móvil. Y te juro que solo lo leí porque no me quedaba otra. Lo tenía delante…

Él tenía la batería al 80%, se metió en Spotify, y luego en Instagram. Dio varios likes a fotos. Y envió un WhatsApp. Mientras, no paraba de refunfuñar: ¡8 horas, 8 horas sin batería! Se quitó la gorra, le hizo una foto, le pasó un filtro, y la publicó en Instagram. Así, como suena. Y yo atrás flipando. Ahora la bateria estaba al 79%.

Se me ocurrió, si este tipo está tan dispuesto a pagar por un enchufe, yo tengo un portátil cargadito. Se lo podría vender por lo que yo quisiera. Tal vez con eso podría pagar la universidad de la primera presidenta del Gobierno de España. Si es que todo pasa por algo...

No me dio tiempo. Vinieron dos azafatos (vale, se les llama “sobrecargos”, pero azafatos es lo que pensé en ese momento) y le dijeron: hemos hablado con el Comandante sobre su caso... Durante ese instante el chico se imaginó a sí mismo colgando en Instagram una foto suya pilotando el avión. Los azafatos prosiguieron: y el comandante le pide que abandone el avión si cree que no puede aguantar sin batería. Puede coger otro avión, hay muchas compañías, seguro que alguna tiene enchufes.

Llegados a este punto, el chico dijo que no. Pero los azafatos que sí. Realmente, no era una opción, era una forma amable de pedirle que se fuera.

Y mi hija se despertó.

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