¡La Virgen!
Me drogué con mi profe de Religión en el baño de una discoteca
Podría ser una escena propia de cualquier guion de cine de Álex de la Iglesia o de Pedro Almodóvar. Pero no. Me pasó a mí y aún estoy asimilando tan bizarro (aunque revelador) momento.
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Eran las 2 de la mañana de un sábado cualquiera. Y por cualquiera me refiero a que estaba sujetando mi sexta copa de la noche intentando olvidar todos los marrones que se me echarían encima conforme llegara el temido lunes. Ajena a cualquier problema y bailando por cuarta vez ‘Despacito’, decidí que era hora de salir a fumar. Abrigo en mano, para evitar una pulmonía (qué ironía siendo fumadora), y con mis amigos escoltándome cual Whitney Houston en ‘El Guardaespaldas’, llegué hasta la calle.
“¡Pero hombre, si es Don Julio!”, exclamó mi mejor amigo y compañero de pupitre en el instituto, José Ramón. Don Julio. Hacía que no escuchaba esas dos palabras juntas unos 17 años, aproximadamente. Sí, es más. Recuerdo perfectamente el día en el que me echó de su clase, la de religión, por reírme mientras nos explicaba el Concilio Vaticano II. ¿De qué o por qué me reí? Ni idea, pero seguro que me expulsó con razón.
Ahora, casi veinte años después, observo que está más calvo y más gordo (lo siento, es lo que hay) y me sorprendo cuando se acerca a mí y me dice: “¡Quién te ha visto y quién te ve! Estás hecha todo un pibón”. Microinfarto instantáneo el que sentí al escuchar tal afirmación. Y no, tranquilos, que Don Julio no es cura. Es un simple y llano profesor de religión que lidió con mis arrebatos adolescentes (y el de mis restos de compañeros) durante cuatro largos años. Aunque a nadie la amarga un dulce, dejadme deciros que no esperaba ser piropeada por alguien que nos aseguraba que algo estábamos haciendo mal si nuestra meta durante la semana era salir el sábado a emborracharnos. Ejem, ejem.
Don Julio nos mira, copa y cigarro en mano, y nos cuenta que cada vez le cuesta más salir de fiesta: “Si no fuera por alguna que otra ayuda… Vosotros ya me entendéis”. Venga ya. No puede estar hablando de lo que creo que está hablando. “Bah, estará refiriéndose al Pharmaton Complex ese que anuncian en la tele”, me digo a mi misma. Por la cara que pone y el brillo de sus ojos, pronto entiendo que está hablando, claramente, de drogas. Aún no me he recuperado del reciente descubrimiento de que mis amigos se drogan cuando tengo que encontrarme con esto. ¡Mi antiguo profesor de religión se droga!
No solo eso, sino que no se corta lo más mínimo en hacer ese chascarrillo para, muy inteligentemente, ver si recogemos el guante. “Vamos para dentro a tomarnos otra. Venga Julio, tira para dentro”, le dice mi amigo José Ramón. Vaya, en menos de un segundo, Don Julio ha pasado a ser nuestro colega. Apuro el cigarro (aunque me dan ganas de encenderme otro para asimilar noticia) y entro de nuevo con la sensación de que nada bueno va a pasar.
No me equivocaba. En mi camino hacia la barra para pedir otra copa, JR (ya que vamos a hablar de drogas qué mejor que referirme a mi amigo José Ramón de esta manera) se acerca a mí y me susurra algo que no alcanzo a entender. “¿Qué?”, le digo intentando que mi voz supere a la de Ricky Martin cantando ‘Sube la adrenalina’. “Que te vengas un momento al baño”, me dice tirándome de la falda cual niño que se muere por abrir los regalos el día de Navidad. JR sabe que yo no me drogo, así que supongo que me necesitarán para algo. “Joer, es que el pestillo no funciona y nos van a pillar”, se queja de camino al (pato) W.C. Y allí, en un baño minúsculo, la visión que tenía de mi adolescencia cambió por completo. Bueno, más bien de uno de mis referentes. Ver a Don Julio metiéndose una raya como si tal cosa delante de mí me hizo plantearme una cosa: las personas que son nuestros ejemplos de pequeños ( o que juegan a serlo) nos mienten descaradamente. No solo eso. Llegado el momento en el que te ven como a un igual, pasan de mantener las apariencias. Lógico, por un lado, inquietante por otro.
No te drogues, no mantengas relaciones sexuales sin protección, sé buena persona, trabaja duro, no bebas alcohol, no fumes, no seas infiel… Estas son algunas de las frases más repetidas por los mayores que nos rodean cuando estamos atravesando la temida edad del pavo (que a veces dura hasta los 18 y otras hasta los 38, dependiendo del caso). Y lo peor de todo es que, ilusa de mí, yo creí que lo decían porque ellos seguían estas normas. ¡Sorpresa!
Y yo me pregunto, ¿no sería mejor no decir nada? O decir algo como “tú verás lo que haces con tu vida”. Pero no con esa entonación que deja claro que no están de acuerdo con tus decisiones. Si no como si te dejaran la libertad real de experimentar y aprender del mítico ‘prueba y error’. ¿Acaso la vida no es eso?
Me gustaría saber qué pensarían mis padres si les dijese que Don Julio (el cual está casado y con tres hijos) le da a la coca con sus antiguos alumnos en un baño de mala muerte. Y ojito, que yo fui a un instituto de pago. Está claro que las mentiras no entienden de dinero.
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