¿TE ACUERDAS CUANDO HABÍA QUE ELEGIR ENTRE ÉTICA O RELIGIÓN?
Fui a clase de Ética en los años 80 y mis compañeros de Religión creían que yo era Satán
Elegir estudiar la asignatura de ética era una tortura en los años 80, no había temario, ni un profesor preparado. Y lo que es peor: te sentías recriminado por los niños que sí estudiaban religión. Treinta años después han cambiado muchas cosas en España, pero yo aun tengo pesadillas con mi clase de Ética de hace tres décadas.
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En los años 80, preguntar en un colegio quién iba a estudiar Religión o Ética era un puro trámite. Poner la equis en una u otra opción acontecía entre dos momentos tan trascendentes como automáticos para todo católico: el bautismo y la comunión. Así que, religión para todos, sin duda.
En el protocolario católico, ningún paso se puede dar sin marcar afirmativamente el anterior: te bautizas, estudias religión, vas a catequesis, haces la comunión, te casas por la iglesia, y mueres obteniendo sepultura bajo el rito católico. Si no has hecho el paso anterior, no puedes optar al siguiente.
Con ocho años de edad, mi vida cambió el día que nos dieron el papelito para elegir entre dos casillas: Religión o Ética. Ese día mi vida se despegó del resto de mis compañeros de colegio. Todos marcaron religión, pero yo no podía. No estaba bautizado. Sin dar el primer paso para ser católico, ya no tenía derecho al segundo.
Tal y como estaba organizada la asignatura de religión en los años 80, la clase se enfocaba a la catequesis. No se hablaba de la religión como elemento cultural, ni se tenía en cuenta la mirada ajena de los alumnos que no participaran en la fe católica, sino que se basaba en una pura instrucción espiritual para iniciar a los niños que en un futuro cercano se confirmarían con la comunión. Es decir, era una pre-catequesis.
Le di el papelito a mi madre para que lo rellenara. Religión o ética. Mi madre me lo devolvió: rellénalo tu, es tu decisión. Me lo tomé muy en serio, probablemente fui uno de los pocos niños del colegio al que realmente le dieron la oportunidad de decidir hacia dónde dirigir su fe.
Durante un fin de semana pensé en Dios, en lo poco que sabía de él. Le pregunté a mis abuelos, católicos. Y le pregunté a mis amigos, bautizados. Todos me apoyaban en elegir religión. Mi madre seguía sin pronunciarse. Usaba la misma frase con la que se refería a mi padre (huido hacía unos años): no quiero hablarte mal de él, ni bien. Esto valía tanto para mi padre como para Jesús.
Yo no tenía ni idea de lo que me esperaba en ética, pero si marcaba religión estaría con mis amigos y según mis abuelos: aprendería algo que siempre me acompañará y me ayudará: ser hijo de un creador bondadoso que escuchará mis plegarias. Casi ná. Y de verdad que pensé que de alguna forma, eso sería como tener un padre.
Hablé con el profesor de religión, y él me lo puso clarito: la asignatura de religión es muy importante. ¿Importante para qué? Para no llegar a la catequesis sin saber nada. ¿Catequesis? Pero si no estoy bautizado. Respuesta: bautizate, ¡tienes que bautizarte!
Entonces marqué ética, como uno de los actos más razonados que pude tener con 8 años.
El primer día de desdoble fue muy humillante. El profesor de religión entró con un radiocassette y avisó: vamos a cantar y a bailar. Yo tuve que salir de clase, fui el único que iba a recibir ética: y me fui con el profesor de guardia, a la biblioteca. Una vez allí me vigiló durante 10 minutos. Yo ojeé los libros de las estanterías. Pero le pareció una pérdida de tiempo (vigilarme solo a mi…), así que me dejó solo, no sin antes encerrarme con llave durante el resto de la hora. Por mi seguridad.
Mientras en mi clase bailaban y cantaban al Señor, con las ventanas recibiendo la solanera, yo estaba encerrado en el sótano, con un frío que pelaba, intentado decidirme por qué libro leer, o en qué pensar. Esa era la ética de los años 80, sin libro, sin temario, y sin radiocasette. Solo tú y tu decisión de no haber marcado la equis en la casilla de al lado.
Aquel primer día, cuando regresé a mi aula me sentía castigado. Era la primera vez desde que inicié el colegio que me habían desterrado de clase durante una hora.
Mis compañeros me explicaron que habían cantado, y que era muy divertido. No hay que ser psicoanalista para imaginar que probablemente disfrutaron más restregándome en la cara lo que molaba ir a religión que el disfrute real que les daba la asignatura.
Pero tenían razón, y había pasado una hora encerrado en un sótano, no había forma de vender eso. Y lo que es peor, iba a verme en las mismas una hora a la semana durante el resto de mi escolaridad.
Entonces mi compañera de mesa me definió con una expresión que se repitió durante el resto de años “mala influencia”. Yo era una mala influencia según ella, y le gustaba decírmelo.
Luego llegó otro descubrimiento de otra compañera: tú no podrás casarte conmigo, ni con ella, ni con ninguna chica, porque nosotras nos casaremos por la iglesia, y tu no puedes: nunca te casarás, vivirás solo.
Un día cambiaron la expresión “mala influencia” por “hereje”. De verdad, yo no sé qué les enseñaban, pero a cada clase de Religión que recibían, los insultos se volvían más y más sofisticados, con ese tonillo bíblico que escocía. A mi la ética no me daba nada con lo que defenderme, el poder de la “ética” no tenía significado ni jerga, no era nada.
Con nueve años ya me habían explicado que yo no podría llevar un ataúd “normal” el día de mi muerte, ni cruz ni un Cristo, y por tanto mi cuerpo y mi alma se corromperá eternamente. Ni podré ser enterrado en un cementerio normal, sino en una zona especial para los ateos.
Con diez años, el otro niño ateo de mi curso acabó en mi clase. Por lo que ya éramos dos. Y tuvimos la suerte de que llegó un niño marroquí al colegio. Ya éramos tres. Jamás olvidaré este diálogo a la salida del aula camino a la biblioteca entre el otro alumno y el profesor, juro que fue real:
Alumno: ¿No podemos hacer algo diferente hoy?
Profesor: Pufff, bueno, ¿y qué hacemos?
Alumno: ¿Y si usted se queda aquí (en el pasillo) y nosotros jugamos a que tenemos que atravesar el pasillo sin que nos vea, como si esto fuera Misión Imposible?
Profesor: Tú eres gilipollas.
De nuevo, acabamos encerrados en el sótano una horita. No era un castigo, era nuestra asignatura.
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