ESTO IBA A SER UN ARTÍCULO DE CÓMO LAS PAREJAS SE PELEAN EN IKEA, PERO...
Otra vez en Ikea o cómo ir a comprar muebles puso a prueba la relación con mi novio, ¿o no?
Esto iba a ser un artículo sobre las parejas que se pelean en Ikea pero la desidia de la tienda para resolverme un problema estos últimos días hará que hable también de otras cosas, como por ejemplo el estrés que hemos padecido mi novio y yo porque nos han dejado la casa como si hubiera pasado el Katrina a la hora de la merienda y que casi acaba con nosotros. Va un spoiler: al final, ha vencido el amor.
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Suecia, querida, esto es lo que hay, mi chico y yo únicamente estamos peleados con vuestra tienda madre y no entre nosotros. Y mira que habéis intentado separarnos, malditos.
Os lo explico: nos mudamos hace un mes después de una larga búsqueda de casa. Tuvimos suerte en el último momento, un milagro obrado por mi madre, que es, claramente, la mejor.
Nuestro flamante piso es bastante más grande que la lata de sardinas donde pernocté durante casi dos años. De hecho, creo que es la primera vez en 15 años que tengo una casa que no se enseña a las visitas en medio minuto. “Es un barco”, define el hombre con el que convivo. Bueno, no será para tanto, pero sí que lo estamos gozando con las dimensiones.
Total, que hubo que repetir la ceremonia de ir con el muchacho a comprar muebles, por aquello de rellenar tanto espacio. Calculo que la media generacional debe estar en dos o tres excursiones a Ikea por cada relación sentimental, con sus respectivas guerras civiles dentro de ese recorrido satánico, interminable. Nosotros, por supuesto, la tuvimos.
Hubo un día, antes de comprender que a Ikea se va a pelear, en el que amaba esta tienda. La primera vez que entré en una fue en Estocolmo, cuando la marca todavía no había desembarcado en España. Era verano y estábamos de viaje familiar por el norte de Europa.
Mi padre me había contado de qué iba el tema y había prometido que me encantaría cuando, un rato antes de llegar, le pregunté a santo de qué una familia española viaja hasta Suecia para perder un día en una casa de muebles.
Se me quitó la tontería en cuanto entró por mi nariz el aroma a maderita; en cuanto vi aquellas diminutas viviendas simuladas en las que todo estaba en su sitio. Vivir en 30 metros, de pronto, era lo mejor que podía pasarte en la vida.
En pleno Chabeli, de niña a mujer, mi espíritu adolescente interpretó todo aquello entre un jugar a las casitas y un primer anhelo de vida independiente. Ikea era un lugar para soñar y yo quería llevármelo todo a casa. Igual que mis padres y mis hermanos.
Compramos algunos clásicos que podíamos cargar en la maleta. Cojines, algún jarrón, una caja de madera. Y cómo molé a la vuelta con todos esos objetos que nadie más tenía.
Ah, las primeras veces...
Pero han pasado casi 20 años de aquello. Habré estado en Ikea en unas 40 ocasiones más. He vivido con cinco parejas y montado, calculo, unas 15 estanterías Billy. A la bilis, la mía, la dejo correr retozona hoy cuando, cínica perdida, me encuentro de nuevo en esta situación:
Entro a la tienda feliz con mi novio, soñamos un poquito, probamos sofás, jugamos a ser otros en los apartamentos, anotamos cosas con el simpático lapicito, metemos en la bolsa algún objetito inútil, la típica compra impulsiva… disfrutamos esos primeros minutos que son una promesa de feliz vida en común. Y todo rueda hasta que de pronto:
- ¿Has visto que bonito es este mueble? - pronuncia uno de los dos señalando lo que al otro le parece un esperpento, acaso el objeto más feo que haya contemplado en su vida. Y entonces sucede eso de que toda la relación pasa por delante de tus ojos y piensas, “mi vida, nos hemos equivocado. Tú y yo no estamos hechos el uno para el otro. Esto no puede continuar”. Todo, absolutamente todo lo que hayas construido con tu pareja, se cuestiona allí dentro.
En esta última ocasión, me dediqué a observar a cada pareja con la que me cruzaba. “No cabe, Luis, eso no cabe”, “no tienes mentalidad espacial”, “es horroroso”, “vaya horterada”, “¿pero lo vas a montar tú?”, “déjame en paz”, “vámonos ya”, “pues haz lo que te dé la gana”, “¿por qué tienes que cuestionarme todo el tiempo”, “no vamos a estar mejor por cambiar unas cortinas”, “no pienso venir más”, “no tienes ni idea”, “no tenemos dinero para eso”, “pues lo pago yo y punto”. Todas son frases que escuché pronunciar a gente que me topé por allí.
Por dios, ¿pero qué sucede? ¿Por qué Ikea nos separa y exaspera de esta forma?
He leído varios artículos de psicología sobre el tema, estudios de universidades de prestigio… al final, la propia experiencia es lo que me permite explicaros mejor cómo se desencadena el mal.
Para empezar, estamos en un laberinto en el que uno se siente observado desde arriba por algún científico con mala idea. Eso, ya de por sí, es alienante. Luego está la cuestión de tiempo. Según una amiga, lo que a ella le parecen cinco minutos, a su pareja le resultan eones.
“El tiempo es una variable que funciona diferente en cuanto cruzamos el umbral de la tienda”, protesta. Unos quieren, en fin, escapar cuanto antes y otros, recrearse en el paseo. Salir de noche, vamos.
Pero, sobre todo, lo que sucede en Ikea es que allí se va a tomar decisiones. En algunos casos, decisiones que no caben en un coche, que requieren un montaje que pone en tela de juicio nuestra inteligencia y que nos acompañarán durante años.
Le pregunto a Sara, que no quiere darnos su apellido, la vengo observando en el recorrido por la tienda, hemos entrado a la vez. Noto que está ya a punto de gritar. Tanto ella como yo íbamos deteniendo el andar galopante de nuestras parejas. “Me duele que no vea que para mí es importante esperar”, arguye.
Otro problema habitual es el cuñadismo. Nos ha ocurrido esta tarde a las dos. A saber: “Deja, que yo sé cómo cogerlo”, “tú no entiendes eso”, “es muy complicado para ti”, “ese un mueble muy cateto”, “el que yo decía es mejor”.
Y esto es sólo en la tienda. Luego queda la parte de la casa: montajes kafkianos, piezas que no llegan, objetos que no son tan bonitos como lo eran en el centro comercial.
Os pongo un caso, el mío:
Con toda nuestra ilusión y después de medir durante horas y cuadrar nuestro mejor tetris, compramos un sofá para el nuevo piso. Nos ofrecieron traérnoslo a casa por 80 euros. La oferta incluía el traslado de otras cosas que compremos (hasta llegar a 1.500 euros) y la retirada del antiguo sofá.
Llegaron el día que tenían que llegar pero con un sofá a medias, un mueble olvidado y un lamento: “No podemos retirar el sofá antiguo porque no cabe por la puerta”. De nada ha servido que hayamos luchado durante días contra el batallón de patrañas del call center de la marca en España, ni los minutos perdidos en espera escuchando canciones infumables.
De nada han servido nuestras peleas: yo perdía la paciencia y exigía que me dieran lo pactado y mi novio, más moderado, decidía tirar la toalla a sabiendas de que no iban a darnos una solución. “¡No puedes rendirte!”, le grité hace dos tardes. Ahora, mientras escribo esto, nos estamos riendo de mi escenita de drama queen.
En fin, hoy seguimos con dos habitaciones inutilizadas y con nuestra seguridad puesta en peligro, porque hay un sofá de pie que obstruye una ventana, un montón de cajas y de tablas por ahí sueltas… Pero nos consta que no somos los únicos. Cada vez que hemos sacado el tema a relucir, alguien nos cuenta su propia tragedia, el quinario doméstico que casi acaba con su relación. “Eres más previsible que una discusión en Ikea”, leo en Twitter. Verdad.
¿Hay alguna forma de reducir todos estos males? No, es imposible. Leo por doquier consejos sobreponer normas, en torno a pactar tiempos, buscar el mejor momento mental y económico para ir… lo que quieras, pero te volverá a suceder.
La única solución que he encontrado después de tantos años es pasarlo o no pisar más ese averno. O tener la suerte que hemos tenido mi novio y yo en esta ocasión: la tienda lo ha hecho tan mal con nosotros que no nos ha quedado más remedio que unirnos. Gracias, Suecia, por pensar en todo.
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