SÍNDROME DE ABSTINENCIA, LIBERACIÓN Y EQUILIBRIO
Personas que han dejado el azúcar nos cuentan qué se siente
Está claro que la mayoría de la gente ingiere a diario, en gran parte de forma insospechada, mucha más azúcar de la que el cuerpo necesita. Hay quien toma conciencia de ello y de la forma negativa en que esto afecta al cuerpo y decide dejar la sustancia de lado, lo que puede entrañar otras secuelas de consecuencias desagradables. Hablamos con varias de ellas sobre los efectos de esta desintoxicación del dulce.
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Tenemos, por un lado, que montones de productos de consumo habitual contienen una cantidad inesperada de azúcar. Por otro, que a la gente le encantan las altas dosis de azúcar. Clara G. tiene cuarenta y dos años y decidió cortar de cuajo la situación hace un año y medio.
“Me encantaban los dulces. El chocolate con leche, las tartas, los helados, sin ir más lejos a cada café le ponía o tres terrones o tres cucharadas de azúcar, y me tomaba mínimo dos al día. Luego los refrescos que tienen siempre un montón, de cola y de naranja… Yo vivía en esa dinámica de toda la vida sin darle importancia pero a partir de los treinta y cinco años más o menos había notado que empezaba a engordar de forma incontrolable. Pero lo peor no era eso.”
Para Pamela, de treinta y nueve, que lleva cinco años ya limitando el azúcar y sólo toma grandes dosis en ocasiones especiales, tampoco era esa la peor parte: “Mira, a lo mejor veía que engordaba poco a poco pero eso me daba bastante igual. Me empecé a preocupar porque me sentía asqueada, como que mi cuerpo no funcionaba bien, y vivía en una especie de círculo vicioso de que cuanto más dulce comía más dulce quería, como que me lo pedía el cuerpo, y unos amigos me hablaron de lo perjudicial que era el azúcar, de que estábamos enganchados sin darnos cuenta, que casi todo llevaba azúcar y que se lo querían quitar".
"Hicimos piña y nos propusimos dejarla a la vez. No tenía ni idea de la cantidad de azúcar que tomaba desde por la mañana hasta por la noche, hasta que no me propuse dejarlo no fui consciente. Los yogures, las galletas, los zumos, el pan, hasta el sushi lleva azúcar”.
Apartar el azúcar de la dieta parecía una idea saludable pero pronto Clara se topó con varios obstáculos: “El primer problema fue una irritación constante que tenía que ver por un lado con un síndrome de abstinencia (me dolía la cabeza, pensaba mucho en las ganas de dulce, mi estado de ánimo oscilaba, estaba muy cansada pero me costaba dormir) pero en gran parte tenía que ver con la dificultad de llevar a cabo el plan".
"Perdía mucho tiempo haciendo la compra o mirando la carta de un restaurante, revisando ingredientes y me enfadaba a menudo viendo que tenía tan pocas opciones. Esto me duró unas dos semanas y cuando llevaba un mes me sentía mejor, más ligera, más tranquila, con el tema medio dominado, pero le seguía dedicando mucho esfuerzo y pensaba en ello mucho rato al día”, explica.
Pamela también llegó a obsesionarse con el tema: “La gente de mi entorno llegó a estar harta del asunto. Les reñía por comer lo que les daba la gana, les daba la chapa, hablaba todo el tiempo de mi proceso, de gramos por aquí y gramos por allá, me molestaba que consumieran azúcar delante de mí, me notaban rara y yo también me notaba rara. Cuando nos juntábamos estos colegas y yo todo era darles vueltas al tema como si fuera terapia de grupo.”
Cuando Clara llevaba más de un mes dedicada al abandono de la sustancia cayendo en lo que ella consideraba pequeñas recaídas que le sabían a gloria, investigó un poco más a fondo en internet: “Me di cuenta de que dejar totalmente el azúcar igual no era lo ideal, que pequeñas dosis diarias no tienen por qué ser perjudiciales. Lo había enfocado demasiado a la tremenda. A partir de entonces empecé a ser más flexible y todo mejoró. Fue más fácil llevar a cabo el objetivo, mi ánimo mejoró, mantengo un consumo diario bajito, me concedo caprichos golosos puntuales sin torturarme por ello y en general me siento bien.”
En la pandilla de Pamela la propuesta era reducir el consumo a una cantidad saludable (unos seis gramos diarios) pero durante las primeras semanas les resultó muy complicado.
“Nos permitíamos pequeñas dosis pero era difícil quedarse ahí, y con las bebidas alcohólicas vaya lío, de repente no podíamos beber casi nada. La verdad es que antes de cogerle el truquillo estábamos bastante amargados, y me refiero a cogerle el truquillo sólo desde el punto de vista de aprender qué productos entran en tu lista y cuáles no y ya ir a tiro hecho con previsión, sino también a que el cuerpo se adaptara".
"Al principio me sentía una especie de yonqui, soñaba que comía pasteles y chucherías, me costaba concentrarme, estaba nerviosa y para mis amigos fue similar. Mi madre me empezó apoyando pero pronto estuvo preocupada, me veía mal, inestable y todo el día echando cuentas, y no veía esa necesidad de sufrir. Con un poco de tiempo se pasó. También dejé de intentar evangelizar a todo el mundo y de quejarme, yo a lo mío y ya está”, dice.
Con el tiempo los pasteles han dejado de parecer tan apetitosos: “Ahora no llevo la cuenta tan a rajatabla pero mantengo un consumo ligero. Si por ejemplo voy a un cumpleaños cojo mi trozo de tarta con ganas, sin remordimiento, y lo curioso es que aunque al principio me apetezca mucho, cuando llevo la mitad de la porción me siento empachada y no me parece que esté tan rico".
"Cuando te desacostumbras a esos sabores tan, tan dulces, por lo menos en mi caso, empiezan a ser empalagosos. Sencillamente no compensa porque no está tan bueno. Creo que la apreciación de esos sabores es cuestión de costumbre también, de entrenamiento, es muy curioso. Está claro que si cogiera la costumbre podría volver a entrar en el bucle con facilidad, así que no me esfuerzo tampoco por apreciarlo, para qué. Me siento más ligera ahora, como si mi cuerpo funcionara mejor”, finaliza.
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