El shopping se vende como un placer culpable o práctica terapéutica
¿Se puede ser feminista e ir de shopping?
En tiempos de auge histórico del movimiento feminista hay problemas clave que quedan en segundo plano ante otros que sí acaparan el foco mediático. La necesidad de frenar en el hiperconsumo de prendas textiles, el embrujo de las franquicias de moda sobre la mujer y los estereotipos estéticos dominantes, son temas que deben tomar más peso en el debate público y en nuestra forma de consumir.
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El pasado 8 de marzo, Día de la Mujer, fue una jornada histórica en la que millones de mujeres feministas salieron a la calle en una demostración de la fuerza que ha cobrado el movimiento violeta en los últimos años. Se pretendía que la huelga operara en varios ámbitos: el laboral, el estudiantil, el de los cuidados y, tal vez el menos visible de todos, el del consumo. Se llamaba a no consumir, o a consumir responsablemente, porque se juzgaba que el consumismo es un ataque al planeta, a la sociedad en general y a la mujer en particular.
A pesar de todo, cada día millones de mujeres (feministas o no) siguen acudiendo a los establecimientos clónicos con los que la industria textil copa los centros indistinguibles de grandes y pequeñas ciudades. Se compra ropa en exceso, ropa no necesaria, bajo la mirada atenta de las modelos que, desde grandes paneles, representan los cánones estéticos a seguir.
Así, la industria de la moda incita a las mujeres a un consumo exacerbado para su lucro infinito y las compras se convierten en un fin más que un medio (ya puestos, deberían instalar contenedores en las puertas de las tiendas para que la gente pudiera tirar directamente a la salida lo que acaba de comprar). ¿Se puede ser feminista e ir de shopping?
“Hay mujeres, sobre todo entre las más jóvenes, que están comprometidas con otros aspectos del feminismo como el acoso o la violencia de género, el machismo cara a cara, pero que viven tan tranquilas sin querer saber que es poco feminista comprar de la manera que compran”, explica la divulgadora feminista Nerea Pérez, artífice del espectáculo 'Feminismo para torpes' y con larga experiencia en el periodismo de moda.
Lo cierto es que en el ambiente luminoso y lujurioso de una tienda de ropa, al ritmo de los hits del momento a todo volumen, es difícil prever las consecuencias de nuestro consumo, la historia que se esconde detrás de cada artículo que se vende: Marx lo llamaba fetichismo de la mercancía.
“Vivimos en una contradicción flagrante”, dice Brenda Chávez, periodista y autora del libro 'Tu consumo puede cambiar el mundo', “las trabajadoras de la industria de la moda, que son mayoría, viven en una situación precaria, existe explotación por culpa de la deslocalización de estas industrias a otros países lejanos con pocos derechos laborales. Las mujeres de aquí no son conscientes de que con su consumo están explotando a otras mujeres”.
Un ejemplo rotundo es el derrumbe del Rana Plaza, un edificio textil en Daca la capital de Bangladés, en el que murieron más de 1.100 personas en 2013, sobre todo trabajadoras. Ahí fabricaban multinacionales españolas y europeas muy conocidas en nuestro país. La condiciones laborales no eran aceptables. Hay 250.000 fábricas de este ramo en el mundo, la mayoría están en Asia.
¿Cómo se establece este embrujo sobre las consumidoras? “Las marcas juegan con tu autoestima haciéndote comprar todo el rato”, explica Pérez. “Además ahora también juegan de una manera diferente: en las imágenes aparecen mujeres con cartucheras, o negras, u ofrecen lencería para tallas grandes, incluso han conseguido encauzar la publicidad y que, otra vez, se pierda de vista el hecho de que comprar tanto como compramos no es bueno a nivel ecológico, psicológico, etc”.
Como el sistema capitalista todo lo absorbe, hemos llegado a ver grandes franquicias textiles apuntarse al carro y vender camisetas con mensajes feministas, igual que también venden o han vendido camisetas de los Sex Pistols o con la efigie de Che Guevara. La filosofía suprema es el beneficio.
Una de las personas que mejor ha ejemplificado la obsesión por el consumo textil es la artista Yolanda Domínguez. En una de sus obras coloca a una mujer pidiendo limosna sentada en la calle Ortega y Gasset, en pleno y lujoso Barrio de Salamanca. En un precario cartel de cartón manuscrito explica sus motivos: “Pido para un Chanel”. “A la mujer siempre se nos ha valorado por nuestro aspecto físico”, dice la artista, “se puede ver con frecuencia en la Historia del Arte”.
Domínguez ejemplifica con el cuadro de Édouard Manet 'El balcón' (1869). En él aparece un hombre de buena posición socioeconómica que se queda en segundo plano mientras asoma a las dos mujeres de su familia al balcón. “De alguna manera, el atuendo de estas mujeres es señal de la posición socioeconómica del hombre”, dice Domínguez, “esto todavía lo vemos en las mujeres florero de los hombres poderosos, cuyos modelitos se comentan en las revistas y son símbolo de estatus”.
En otras de sus obras la artista coloca un pequeño vestido negro de talla 38 a mujeres de todo tamaño, raza y condición, poniendo en evidencia la uniformización estereotípica que propone el canon de mujer frente a la gran diversidad del mundo (Little black dress). En 'Poses' coloca a mujeres en las posturas absurdas y artificiales en las que posan las modelos en los editoriales de moda.
Al final, a través de estas obsesiones con la ropa y con el continuo goteo de la publicada se produce una situación absurda: según algunos estudios las mujeres utilizan solo un 20% de lo que guardan en el armario. “Hay mujeres que tienen el armario lleno y no saben que ponerse”, señala Chávez.
A lo que hay que sumar el hecho de que la industria textil es una de la que más residuos produce y más daña el medio ambiente. Según un informe de la Asociación Ibérica de Reciclaje Textil (Asirtex), cada español consume, de media, unas 34 prendas al año y desecha entre 12 y 14 kilos de ropa. La llamada fast fashion produce cada vez más ropa de temporada con una vida más corta: se despilfarra y se hiperconsume.
Cada año se venden 80.000 prendas en todo el planeta. Los residuos producidos son de unas 380.000 toneladas al año. Esta industria es responsable del 20% de los tóxicos que se vierten en los océanos. La huella hídrica de unos vaqueros, el agua necesaria para fabricarlos, es de 7.000 litros. Para colmo, se da el fenómeno de la llamada tasa rosa: los productos destinados a la mujer son más caros, basta comparar el precio de las cuchillas de afeitar para unos y otras, cremas, perfumes o champús.
Cambiar estas tendencias no es fácil: hay miedo a no pertenecer al grupo, a no seguir las tendencias, a tomar otros caminos. El shopping, además, se vende como un placer culpable e incluso como una práctica terapéutica. “Series como Sexo en Nueva York o Gossip Girls dan buena imagen del shopping, las mujeres se realizan allí a través del consumo”, dice Chávez, “se nos venden las compras como terapia, pero a lo mejor en vez de ir de compras tienes que cambiar de trabajo, o de marido o cambiar el mundo”.
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