Del diablillo segoviano que se hace selfies a la estatua de Baphomet en Brooklyn
¿Por qué te ofende que el arte recree al Diablo? La libertad de expresión y la de culto amparan a estos artistas
Cuenta la leyenda que una joven segoviana, de profesión aguadora, tuvo un encuentro nocturno con el diablo. Harta, como no se puede estar de otra manera, de acarrear el cántaro por las calles empinadas de la ciudad, escuchó la oferta del maligno personaje: si consigo que el agua llegue sola hasta tu casa, me entregarás tu alma. Qué tentador aunque desalmado trato.
Publicidad
Ella aceptó, no sin remordimientos. El diablo trabajó a conciencia construyendo un inmenso acueducto pero, en el momento en el que el gallo cantó al alba, faltaba todavía la última piedra por colocar. El demonio había trabajado en vano, la moza conservó su alma atormentada y Segovia se ganó un acueducto prácticamente terminado.
Si esto hubiera sucedido hoy, el diablo se habría sacado un selfie antes de irse a corromper almas a otra ciudad. Y es eso lo que representa la escultura de José Antonio Abella en la calle San Juan: un ser bien encornado, rechoncho, desnudete y hasta contento, que se toma una foto con el móvil delante de una impresionante perspectiva del acueducto romano.
Antes de que esa obra de bronce fuera instalada el pasado 23 de enero, el tejido reaccionario segoviano se puso en pie. Una petición de firmas en una plataforma online alegó que la representación bonachona del diablo ofende a los católicos porque representa una “exaltación del mal”.
Otra que recabó apoyos fue la asociación cristiana Enraizados, que escribió en su web un artículo titulado “el Ayuntamiento de Segovia se vende al diablo”; sin asomo de ironía.
Por último, Vox también se apuntó a la jarana, aludiendo que al diablillo, de nombre Segodevs, se le ve “el ciruelo”, lo cual resulta “vergonzoso, provocador y de mal gusto” teniendo en cuenta que por delante de él pasan las niñas que se dirigen a un colegio religioso cercano. 12.500 firmas recogieron en total.
Si por mostrar “ciruelos” en la calle hubiera que censurar estatuas, habría que retirar los colosos de Valladolid, unos titanes que llevan sujetando con sus hombros una fuente desde 1996; las figuras que caminan y se abrazan desnudas en el Monumento a la Concordia de Oviedo desde 1997 o el David de Miguel Ángel, que lleva seis siglos mostrando su pene de 30 centímetros a los florentinos.
La autora de la petición digital, que consiguió más de 5.600 firmas, escribió lo siguiente: “la religión que alaba al diablo, gracias a Dios, es minoritaria y residual, pero sus ideas y prácticas son totalmente repulsivas, y no provocan ninguna risa, sino rechazo a la mayoría de las personas, ya que justifican prácticas como el asesinato y otras aberraciones, por lo que no resulta del agrado de la mayoría de las personas que se erija una estatua que represente al diablo”.
Más allá del trazo grueso de estas valoraciones, lo cierto es que la exhibición pública de obras escultóricas con referencias satánicas provoca, en estos tiempos, reacciones muy viscerales. Esto es algo nuevo, por que antes, no era así.
“No al menos hasta la Edad Media”, explica el historiador del Arte y director de la revista Mistérica, Pedro Ortega.
“Solo tenemos que mirar a los capiteles de las catedrales románicas y góticas, donde encontramos todo tipo de diablos y alusiones al maligno y a los distintos pecados en general. Eran una ‘Biblia de iletrados’ y pretendían catequizar a los fieles que no sabían leer. También podríamos decir que el Diablo era entonces mucho más cotidiano de lo que es ahora y desde luego no levantaba ningún escándalo”.
Una de las culpables para que veamos al Maligno como algo provocador no fue otra que la Santa Inquisición, no solo por condenar a muerte a aquellas personas sospechosas de encarnar al Diablo, sino porque a partir de ese punto también se empieza a considerar lo diabólico como algo ofensivo dentro de las representaciones artísticas.
Ortega defiende firmemente la libertad del arte, en este caso, que considera “exagerado”, y en otros. ”No creo que tenga intención alguna más allá de recrear la simpática leyenda de un Diablo que, si bien no sé si era malvado, desde luego sí que sabía construir bien”.
La imponente estatua de nombre Baphomet viene siendo un objeto de conflicto, desde hace cinco años, en Estados Unidos. La primera vez que fue mostrada en público tuvo lugar en una fiesta secreta en una nave industrial de Detroit.
Su dueño, The Satanic Temple, recibió críticas, protestas y hasta amenazas violentas para que no sucediera. Esta organización religiosa se define como no teísta y “alienta la benevolencia y la empatía entre todas las personas, rechaza la autoridad tiránica y promueve el sentido común práctico y la justicia”.
En las FAQ de su página web, hay una pregunta que dice “Quiero vender mi alma, hacerme rico, ingresar en los Illuminati, etc”; la respuesta es: “por favor, vete por ahí”.
Baphomet es un escultural macho cabrío que levanta dos dedos de su mano derecha, arropado por la presencia de un niño y una niña, que le miran con respeto y admiración. Se esculpió gracias a un crowdfunding de 30.000 dólares con el objetivo de colocarla en el césped delantero de la casa del parlamento de Oklahoma.
En origen, se trató de una reacción a un monolito con los Diez Mandamientos instalado en ese lugar en 2012. Si una creencia religiosa podía estar representada en un espacio público, las otras también, al amparo de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que impide que una religión se imponga sobre otras.
Los satanistas vieron el cielo abierto. Pero la estatua de Baphomet nunca llegó a exhibirse allí por una denuncia civil que bloqueó su instalación.
Además de ser unos maestros en las artes oscuras, The Satanic Temple lo son también del marketing. Quien no conociera aún la existencia de esta escultura, se ha acabado enterando por Netflix. Una evidente copia de ella aparece en el primer episodio de Las escalofriantes aventuras de Sabrina, grieta que le ha servido a los satanistas para denunciar a la productora por infringimiento el copyright.
“Desde luego, ha sido todo un acierto de esta iglesia: no solo han ganado una notoriedad inusitada sino también una buena suma económica”, dice Pedro Ortega.
The Satanic Temple ha encontrado una vía política mediante la defensa de la Primera Enmienda a golpe de escultura. Con la misma lógica, instaló la obra Snaketivity en el hall del Ayuntamiento de Illinois las pasadas navidades.
Junto a un abeto, un belén y una menorá de Janucá, el Templo Satánico de Chicago colocó allí un brazo firme que se alza sosteniendo una manzana, enredado en una serpiente.
La escultura también fue microfinanciada y, en su base, se puede leer: “el conocimiento es el mejor regalo”. La cocreadora, la artista Posacosa, dijo en Instagram que el objetivo de la obra era mandar al Gobierno del Estado de Illinois el mensaje de que “libertad religiosa significa libertad de representación de todas las religiones, no solo aquellas que no ofenden a los cristianos”.
En El paraíso perdido, el largo poema de John Milton de 1667 sobre la caída de Adán y Eva, se representa a Lucifer como un ángel hermoso, rebelde y antiautoritario. Es quien sirve de inspiración para la estatua de Ricardo Bellver que los madrileños pueden admirar en El Retiro.
O los cubanos en el patio del Capitolio de La Habana, un Mefistófeles esculpido por Salvatore Buemi. O los belgas de Lieja que encuentran al encadenado y semidesnudo genio del mal, con alas de murciélago.
De ellos habla Ortega en su libro 'Crónicas del Madrid secreto', unos textos con origen en su sección del programa de radio Mistérica Radio Secreta. “El Ángel Caído del Retiro no se refiere al Diablo como ser maligno sino a Lucifer, el ángel bello portador de luz, como dice el poema.
Eso no quita para que en su día, a finales del siglo XIX, los sectores más conservadores de la capital quisieran incluso exorcizarla”. El hecho de que la fuente del Retiro esté instalada en una cota de 666 metros sobre el nivel del mar, no ayuda a quitarle hierro al asunto.
“El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado”.
No lo dice The Temple of Satan, lo escribe John Milton en boca de un Satanás cuya representación sigue activando pequeñas inquisiciones, provocando incendios que arrasan, a su paso, con la libertad de expresión artística, un derecho en peligro de extinción.
Publicidad