Fases por las que pasé cuando conocí el feminismo
Lo poco que sabía del feminismo cuando estudiaba en el instituto (y lo que sé ahora)
La primera vez que escuché eso del feminismo, tengo que reconocer que era de las que confundía el término con el hembrismo. Desde mi época en bachillerato me engañé. En aquel entonces, no se hablaba tanto de ese tema como ahora, y mucho menos era algo que formase parte de las conversaciones de mis círculos de amigas y amigos. Varios años después, con nuevas amistades que llegaron, el asunto del feminismo se volvió recurrente. Fue entonces cuando comencé a pensar en que quizás había algo que no acaba de comprender.
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¿Por qué debatían de ese tema? ¿Qué había que discutir si las mujeres ya hacían lo mismo que los hombres? Una tarde me atreví a preguntar sobre el tipo de desigualdades de las que hablaban. Me empezaron a relatar una serie de situaciones en las que las mujeres están en clara desventaja: menores salarios, techos de cristal; y otras más a pequeña escala, como lo que se conoce desde hace unos años como mansplaining.
La verdad es que no me convencí, y seguí viviendo en el espejismo de la igualdad durante un tiempo. Pero esa conversación me dejó huella, y de vez en cuando me venían ecos de la información que compartieron conmigo. Así que, como seguía algo inquieta con el tema, comencé a leer algunas cosas: micromachismos, economía de los cuidados, y otros textos que pedí que me recomendaran.
Al final, convivía con una amalgama de datos que no paraba de rumiar, sin haber abandonado la reticencia a creerlos. ¿Me estarían discriminando sin que yo me diese la más mínima cuenta? A partir de ahí, pasé por diferentes fases que me llevaron desde la más absoluta ignorancia (confundir hembrismo con feminismo no es para menos) hasta el más absoluto convencimiento.
Primera fase: incredulidad
Está claro que aunque tuve un interés por conocer qué era eso del feminismo, yo tenía mis reservas a creerlo. Pensaba en aquel entonces en el simple hecho de que entre mis amigos de la universidad, mujeres y hombres, hacíamos lo mismo y teníamos el mismo peso en el grupo.
Curiosamente, la época universitaria es donde menos se representan las desigualdades más formales, sobre todo si atendemos al indicador de la brecha salarial. ¿Por qué? Porque en teoría todos accedemos en igualdad de condiciones, la mayoría no teníamos cargas familiares, ni que mantener una casa, y mucho menos vivíamos en pareja. Nos mantenían nuestros padres o una beca del Estado. Y en cualquiera de los casos, la responsabilidad del trabajo de cuidados de nuestras familias no recaía en nosotros. En el momento en el que salimos al mercado laboral, la cosa ya cambia.
Pese a todo, las carreras están segregadas por sexo. Sí, las mujeres accedemos más a la universidad de manera general que los hombres, pero también nos concentramos en una serie de ramas. Es lo que Ana de Miguel llama el mito de la libre elección: por supuesto que tenemos libertad formal, las leyes lo reconocen, faltaría más. Pero los discursos sociales, la socialización y la educación siguen siendo diferenciadas. Y en la práctica, todo esto condiciona nuestras decisiones.
Fase dos: empiezas a ver cosas raras
En cierto momento ya comencé a ver ciertas cosas que me empezaron a llamar la atención: cenas con tu pareja (hombre) en un bar, pides la cuenta, y la vuelta se la traen a él; entras en la farmacia con tu pareja, y nada más saludar, el farmacéutico se dirige a él y ni te mira. Último caso, porque sino no acabamos: vas a la ferretería con tu pareja, pides algo, preguntas cómo se usa, y en todo momento el tendero se dirige a tu pareja en vez de a ti, a pesar de que eres tú la única que está interactuando con él.
Con todo esto, ya comencé a sospechar. Ahí fue cuando un letrero en mi cabeza se iluminó con un mensaje: quizás ese grupo de amigos tenía razón y la desigualdad existe.
Fase tres: flipas
Entre tanto descubrimiento, llegas a un punto en el que te vuelven a la memoria episodios que ahora ya comprendes: las noches que volviste a casa con 18 años con las llaves puestas en el puño; las que te tocaron el culo por la calle… Es ahí cuando te das cuenta de la cantidad de cosas que tienes naturalizadas, que ves como normales pero que no lo son.
¿Cómo va a ser normal que yo vuelva con miedo por la noche a mi casa y mis amigos, hombres, no? ¿Por qué siempre debía volver a casa acompañada? ¿Por qué en mi grupo, de manera sútil, eran ellos los que llevaban la voz cantante y dominaban las conversaciones? ¿Por qué en clase mis compañeros eran los que más participaban, a pesar de que la mayoría éramos mujeres?
Fase cuatro: convencimiento total
La última fase en el aprendizaje sobre el feminismo ya fue inevitable. Y en ella me encuentro actualmente. Una vez te pones las gafas no hay vuelta atrás, porque cada vez tienes más herramientas para desnaturalizar lo que para nada es normal.
El feminismo me proporcionó (y lo sigue haciendo) una serie de instrumentos con los que entender que las desigualdades que sufrimos las mujeres no son naturales, ni deberían suceder. También me ayudó a cuestionar mis propios comportamientos; a aprender lo que es la sororidad y la interseccionalidad. Y sobretodo: me dio herramientas para hacerle frente al machismo.
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